lunes, 5 de septiembre de 2011

Montaña

    Vendaval brioso, con bruscas caricias resucita mi pringoso rostro moribundo.
    Fría agua pura, inquieta, escurridiza, serpentea burlesca por inhóspitos rincones remotos, alejada del mundo moderno, del cruel libertinaje con mascaras de progreso, del hombre común.
    Buscamos razones, destinos, extremos infinitos, y en patética monotonía dejamos pasar el irreversible conteo único, lo único que sin saber buscamos y que resulta ser lo único que importa.
    En un cielo nuboso la imponente montaña se viste con la superposición de todos los colores, visible solo por los soñadores en longevas alturas semi vírgenes, desconfiadas, resignadas, amedrentadas por lo inevitable.
    El mutismo escolta al viajero en la travesía, y bajo la mirada materna de la cellisca más hermosa que se haya visto, el hombre verdadero al fin respira profundo, libre del letargo, deja de existir y por primera vez vive.
    Al Oeste, a lo largo de la trayectoria de la lejanía, la ciudad revela finalmente la identidad que celosamente escondía , y luce como ha sido siempre, frágil, diminuta e insignificante.



   

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